SUEÑO ESTRELLADO
Dicen que cada niño y niña nace con una estrella y, que al reír por primera vez, ésta se descompone en mil pedacitos escarchados como si de pura nieve alpina se tratara. Cada trocito va a parar en los corazones de los dichosos testimonios del momento que, a su vez, le devuelven parte de su estrella plateada al niño o niña para que su contento nunca se disipe. Cuentan también que el bebé no regala sus primeras palabras a cualquiera, ¡y ni siquiera son palabras!, son dulces cantos que su madre le obsequiaba aún cuando, entre su bolsita dulce y nutritiva, buceaba sin necesidad de cordón umbilical -pues no necesitaba más que sentir con los mismos sentidos de su madre-, retorciéndose de las cosquillas que el acaramelado líquido le provocaba.
Comentan, además, que la tristeza no existe, que es una invención de la sociedad, un tremendo y espeluznante mito que solamente en situaciones excepcionalmente desgarradoras es capaz de experimentarse. Explican que, la tristeza, cuya pronunciación ya causa pavor entre los oyentes y el lector, condena al que la percibe, aunque de un fugaz momento se trate, a vivir eternamente. Pero lo más horripilante es que la desgraciada víctima ha de vivir privada del elixir de felicidad que proporciona la risa estrellada del bebé –no puede ni percibir ni legar ni una pizca de regocijo candoroso y pueril-, el cálido abrazo o la más efímera compañía de aquél o aquella que siempre una explosión galáctica suscitaba. Nadie sabe con certeza como evitar la tristeza, despojándose del sueño para esquivar posibles pesadillas o alejándose de todo.
Pero como toda regla convencional o patrón que rige el mundo, hay minúsculas contradicciones, a veces incluso en singular.
Hola, soy Narciso y esta es la historia que, talmente como una araña, voy tejiendo desde tiempos inmemorables. No te preocupes, lector, no voy a revelarte mi edad, más que nada porque ni la recuerdo y porque de ningún modo quiero asustarte, pues es de urgente necesidad relatarte mi particular y especial historia. Mi firme intención es que la tristeza nunca inunde tu corazón para que, de este modo, puedas morirte tranquilamente. Así pues, mi propósito es regalarte, digamos, una especie de fórmula secreta para que no conozcas qué significa vivir sin sentimientos, que sin duda para ti han de resultarte familiares, como el amor de una madre, la silenciosa compañía de un incondicional oyente, la posibilidad de presenciar el nacimiento de estrellas y de crear nuevas galaxias.
Digo que es una fórmula secreta porque soy el primer hombre inmortal. Nadie antes que yo ha conocido la tristeza. La condición indispensable de mi condena es que tan solo puedo revelar este preciado tesoro a una persona. Esta persona, a su vez, tendrá la posibilidad de concederle la fórmula a otra, y así sucesivamente. Esta persona eres tú. Tú, estimado lector, eres la única esperanza para salvar al mundo de la tragedia.
Debo advertirte que es una misión muy complicada, pues, al tratarse de un mito, la gente no querrá concederte ni un segundo de su tiempo, la mayoría te tratará de loco. Esto en el mejor de los casos. La gente no está acostumbrada a oír maravillosas historias, tienen miedo de los acontecimientos imprevisibles y espontáneos; intentan controlar el tiempo, ir marcha atrás o avanzarse a él. Están empeñados en crecer y hacer crecer a sus hijos rápidamente, ocultándoles entrañables cuentos y realidades ficticias. ¡Y ni hablar de cuentos en los adultos y mayores! Tan solo los mencionan los llamados “cuentistas”, una minoría selecta que se atreve a rebelarse ante la falta de imaginación y la creatividad que dirige este mundo monocromático.
Y lo más peligroso es que los adultos juegan a encerrar el tiempo en sus relojes. ¡Si supieras cuán valioso es el tiempo para mí! Antes de sufrir el terrible accidente que me produjo este amargo estado de inmortalidad, no valoraba el tiempo, hasta creo que lo despreciaba, lo mataba y lo estrangulaba con mi indiferencia y pasividad ante el mundo que me rodeaba. Es irónico, ¿no? Ahora es el tiempo quien me va asfixiando poco a poco despojándome del aliento de los míos, que me dejaron hace muchísimos años, siglos…ya no lo sé. Ahora es el tiempo quien me desprecia y castiga con su perpetua presencia.
¿Que cómo fue el accidente? ¿De veras quieres saberlo? Pues bien, todo empezó cuando, en una placentera noche de verano, tumbado en el porche, mis párpados se cerraron y viajé en un mundo prácticamente inaccesible, más allá del más allá, de límites ilimitados. Entonces, en un determinado momento, mis párpados cedieron a la luz del día para, a continuación, incorporarme en mi húmeda cama, coger pluma y papel y escribir esta historia.